Los nazis fueron expertos en
montar una escenografía para aterrorizar. La música no era simplemente otra
forma de arte, sino que tenía un poder y un significado únicos. Sabían que a la
vez que el cerebro percibe una melodía, el mismo sistema neuronal conecta con
los núcleos de la emoción, de manera que la música afecta más al corazón y a
las emociones que al intelecto ya que el corazón de las emociones está en el
sistema límbico y paralímbico.
Desde
que llegaban en tren, los prisioneros eran recibidos con valses de Strauss o
temas de Franz Lehár con la finalidad de disipar los temores de los recién llegados
de manera que el placer que les proporcionaba era “físico”, mediado por la
dopamina, la hormona del placer.
En
cambio, a los que salían a trabajar al campo los obligaban a escuchar marchas
militar, como el Horst Wessel Lied, el himno nazi. Era música excitadora, en un volumen alto, con un ritmo irregular, rápido y marcado y dinámico.
Normalmente
los prisioneros eran obligados a cantar canciones de los nazis. Habían establecido orquestas de
prisioneros músicos y los obligaban a tocar mientras sus compañeros marchaban a
las cámaras de gas.
Además, debían cantar canciones de valor
simbólico para grupos de reclusos puntuales con el fin de humillarlos, burlarse
y disciplinar a los reclusos. Se transmitían conciertos
nocturnos de radio alemana, lo cual impedía que los prisioneros pudieran
dormir.
Asimismo,
se tocaba música de marcha para tapar los ruidos de las ejecuciones.
Pero hubo
otra música bajo el nazismo, usada como expresión de una añoranza por la
libertad perdida. Los supervivientes atribuyeron su supervivencia no a que los
alemanes los mantuvieran vivos, sino que ellos se mantuvieron vivos gracias a
la música. Pienso que cuando físicamente le han quitado tanto, el espíritu
es todo lo que le queda y así fue como sus cuerpos físicos vencieron esto que
fue diseñado para dejar gradualmente que perecieran.
El investigador David Huron, de la Universidad de Ohio
(EEUU), tiene una teoría para este "extraño" fenómeno y es que la música activa
mecanismos corporales que contrarrestan el dolor, por ejemplo, la secreción de
la hormona prolactina.
Basándose
en un tema de un compositor judío soviético, Dimitri Pokrass, se creó una
canción con una letra conmovedora:
“Nunca
digas que estás transitando el camino final, aunque cielos de plomo oscurezcan los días
azules, la hora
que anhelamos llegará, nuestros
pasos resonarán: ¡Estamos acá!. Llegamos
con nuestro dolor, con nuestras penas, donde
nuestra sangre ha caído, resurgirá
nuestra fuerza, nuestro coraje. El sol
de la mañana dorará nuestro presente. El ayer se desvanecerá con el enemigo. Pero si
el sol y el alba se demoran, como una consigna, pasarán
de generación en generación estas palabras. Esta
canción está escrita con sangre y no con la cabeza. No es la canción de un pájaro en libertad”.
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